Por Teresa Sempere
A mi nunca me trajeron un videojuego los Reyes Magos; si quería ser super Mario Bros lanzando bolas de fuego sobre Dino para ir en busca de estrellas y ser invencible, tenía que ir a la habitación de mi hermano, cruzar los dedos para que estuviera de buenas y pedirle que por favor me dejase jugar una partidita. Obviamente él siempre tenía mejor ranking que yo, pues la máquina estaba en su poder y podía echarle más horas para adivinar los trucos y así conseguir más setas y tener más vidas… (trucos que, por cierto, luego no me compartía!). No recuerdo tampoco que a ninguna de mis amigas en aquel entonces (fines de los 80, principios de los 90) le tocase una Nintendo, la Playstation, el Scalextric o una caja de Lego… eso era para nuestros hermanos pequeños o mayores, a quienes se les desafiaba a ejercitar su fuerza física,ingenio, valentía y poder. A nosotras nos regalaban muñecas y peluches (para que hiciésemos de madres), Barbies (modelos con estéticas cool que trataríamos seguir de adolescentes!) y kits varios de maquillaje, cocina o limpieza. Es increíble cómo determinados juegos y juguetes pueden, cuando somos niños, llegar a reforzar en nosotros conductas y comportamientos y/o conseguir predisponernos de una forma u otra a la hora de adquirir ciertas actitudes y roles de cara al futuro.
Tampoco es que yo en mi infancia fuese una niña normalita; desde bien pequeña inventaba juegos y establecía mis propias normas. Si hasta la juventud no le presté atención (y entonces reconozco fue un poco a la fuerza) a la tecnología, tal vez fue porque me atrajeron otras cuestiones más creativas y/o manuales como pintar y hacer collages, modelar y coser, o tocar la guitarra. La tecnología para mi era entonces, una especie de combo desconocido y en cierto modo complicado que me daba “pereza” superar y aprender. Por ejemplo, en el instituto fui de las últimas del grupo que tuvo celular, me resistí rebeldemente a ello, eso de estar conectada 24hs a un aparato no iba conmigo. Y los primeros años de universidad, renegué muchísimo con simplezas como hacer una presentación ppt o el uso del propio correo electrónico. Cuando la mayoría de los jóvenes europeos que estábamos haciendo el SVE (Servicio de Voluntariado Europeo) ya tenía Facebook allá por 2006, yo no terminaba de entender qué utilidad o beneficios tenía ¿!!! (a veces, no creáis, me replanteo esta misma pregunta :P). Para ir resumiendo, la cosa fue así: llegado un punto, o dominaba la tecnología, o dejaba que me dominase ella a mi. Al ataque.
Si bien es cierto que mi hermano no me dejó el videojuego todas las veces que yo se lo pedí y que posiblemente la mayoría de juegos de mi infancia no contribuyeron especialmente al desarrollo de mis habilidades tecnológicas, poco a poco y con el paso del tiempo, fui aprendiendo con compromiso y buena voluntad a relacionarme con el ordenador y sus programas hasta que terminé superando esa mezcla de “miedo/pereza” a la tecnología. Y no fue tan difícil; la curiosidad y la creatividad ya estaban de mi lado desde hacía tiempo y en cierto modo, la ética, también. Creo que si a día de hoy tuviera que volver a la Universidad, elegiría entre antropología o programación (ambas carreras relacionadas con el comportamiento, de humanos y de máquinas!).
Hoy me considero una militante de la cultura y el software libre porque una vez que se entiende la importancia que tiene lo instrumental a la hora de hacer política y luchar por ese nuevo mundo posible, hay un antes y un después y es complicado dar marcha atrás. En la evolución y el cambio está la clave: en no temer mudar de sistema operativo, en instalar un nuevo software, en abrir una terminal y ejecutar comandos, en definitiva, en hacer las cosas de forma diferente a como siempre las hemos hecho (o sabemos hacerlas).
Nosotras, mujeres a las que se nunca se nos regaló una Barbie geek, mujeres a las que se nos educó bajo estereotipos sexistas y en desigualdad de oportunidades tecnológicas en relación a nuestros hermanos, tenemos un desafío inmenso: empoderarnos y apropiarnos de las TICs como soportes imprescindibles y transversales del conjunto de la actividad económica, política, cultural y social que son. Aceptemos el desafío con orgullo: además de utilizarlas, estudiemos y desarrollémoslas; continuemos educando y proponiendo acciones que incentiven y fortalezcan la igualdad para contribuir a la reducción de esas inequidades de género, que implican tanto una brecha social como la propia brecha digital de género. Economía, bienestar y tecnología son dimensiones clave que han de estar interconectadas a la hora de diseñar políticas públicas de igualdad de género que den respuesta de forma contundente e innovadora a los desafíos de la sociedad actual. Las nuevas generaciones, además de ser usuarias, han de ser capaces de incorporarse a los procesos de cambio y desarrollo, generar contenidos y participar de forma igualitaria en el diseño y evolución de la tecnología.
Entendamos pues la llamada brecha digital de género como un reto-oportunidad para enfrentar y superar las desigualdades de género a nivel global. Seamos valientes, no temamos a este reto tecnológico. Comprometámonos con la feminización de la tecnología. Porque no sólo podemos, sino que además, DEBEMOS hacerlo.